lunes, 22 de abril de 2013

DOS HERMANOS..


En una de las islas danesas, cubierta de sembrados entre los que se elevan antiguos anfiteatros, y de hayedos con corpulentos árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas se elaboran cosas maravillosas; hierbas diversas y raras eran hervidas en vasos, mezcladas y destiladas, y trituradas en morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de todo ello.
-Hay que atender siempre a lo justo -decía-; sí, a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad en todas las partes, y no salirse de ella.
En el cuarto de estar, junto al ama de casa, estaban dos de los hijos, pequeños todavía, pero con grandes pensamientos. La madre les había hablado siempre del derecho y la justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad, que era el rostro de Dios en este mundo.
El mayor de los muchachos tenía una expresión resuelta y alegre. Su lectura referida eran libros sobre fenómenos de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder salir en viajes de descubrimiento, o inventar el modo de imitar a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este problema, ahí estaba la cosa. Tenían razón los padres: la verdad es lo que sostiene el mundo.
El hermano menor era más sosegado, siempre absorto en sus libros. Leía la historia de Jacob, que se vestía con una piel de oveja para confundirse con Esaú y quitarle de este modo el derecho de primogenitura; y al leerlo cerraba, airado, el diminuto puño, amenazando al impostor. Cuando se hablaba de tiranos, de la injusticia y la maldad que imperaban en el mundo, le asomaban las lágrimas a los ojos. La idea del derecho, de la verdad que debía vencer y que forzosamente vencería, lo dominaba por entero. Un anochecer, el pequeño estaba ya acostado, pero las cortinas no habían sido aún corridas, y la luz penetraba en la alcoba. Se había llevado el libro con el propósito de terminar la historia de Solón.
Los pensamientos lo transportaron a una distancia inmensa; le pareció como si la cama fuese un barco con las velas desplegadas. ¿Soñaba o qué era aquello? Surcaba las aguas impetuosas, los grandes mares del tiempo, oía la voz de Solón. Inteligible, aunque dicho en lengua extraña, resonaba la divisa danesa: «Con la ley se edifica un país».
El genio de la Humanidad estaba en el humilde cuarto, e, inclinándose sobre el lecho, estampaba un beso en la frente del muchacho: «Hazte fuerte en la fama y fuerte en las luchas de la vida. Con la verdad en el pecho, vuela en busca del país de la verdad».
El hermano mayor no se había acostado aún; asomado a la ventana, contemplaba cómo la niebla se levantaba de los prados. No eran los elfos los que allí bailaban, como le dijera una vieja criada, bien lo sabía él. Eran vapores más cálidos que el aire, y por eso subían. Brilló una estrella fugaz, y en el mismo instante los pensamientos del niño se trasladaron desde los vapores del suelo a las alturas, junto al brillante meteoro. Centelleaban las estrellas en el cielo; habríase dicho que de ellas pendían largos hilos de oro que llegaban hasta la Tierra.
«Levanta el vuelo conmigo», pareció cantar y resonar una voz en el corazón del muchacho. El poderoso genio de las generaciones, más veloz que el ave, que la flecha, que todo lo terreno capaz de volar, lo llevó a los espacios, donde rayos, de estrella a estrella, unían entre sí los cuerpos celestes; nuestra Tierra giraba en el aire tenue, y aparecía una ciudad tras otra. En las esferas se oía: «¿Qué significa cerca y lejos, cuando te eleva el genio poderoso del espíritu?».
Y el niño seguía en la ventana, mirando al exterior, y su hermanito leía en la cama, y su madre, los llamaba por sus nombres:
-¡Anders y Hans Christian!
Dinamarca los conoce.
El mundo conoce a los dos hermanos Örsted.
FIN

LUNA..

Jacob, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
-¡Chist! -cuchicheó el farmacéutico a su mujer-. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
-Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos, no sea que alguien se la robe.
-¡Cómo se la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con persianas apestilladas.
-Y... alguien podría bajar desde la azotea.

-Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
-Bueno, te diré un secreto: En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como un suave tobogán de oro, agarró la torta, y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

LA ESCUELA DE ECHICERIA..

Había una vez, en algún lugar del mundo (nadie sabe dónde), una escuela que se llamaba la Escuela Negra. Allí los alumnos aprendían hechicería y toda clase de artes antiguas. Donde fuera que estuviese esa escuela, se hallaba en un sitio subterráneo; y era una inmensa sala que, como no tenía ninguna ventana, siempre estaba a oscuras. Tampoco había maestro alguno, sino que todo se aprendía en libros cuyas letras de fuego podían leerse en la oscuridad. A los alumnos nunca se los dejaba salir al aire libre o ver la luz del día durante el tiempo que permanecían allí, que era de cinco a siete años. Al cabo de ese período, habrían adquirido un conocimiento completo y perfecto de las ciencias que debían aprender. Todos los días, una mano gris y velluda surgía a través de la pared con la comida para los estudiantes y, cuando todos terminaban de comer y beber, se llevaba de vuelta los cuencos y las fuentes.
Pero una de las reglas del lugar era que su dueño se apoderaba, cada año, del alumno que abandonaba la escuela en último lugar. Considerando que era bien sabido por todos que el amo era el diablo en persona, pueden imaginarse el tumulto que se armaba cada fin de temporada: todo el mundo hacía lo posible por quedar rezagado.
Sucedió una vez que fueron a esa escuela tres islandeses; se llamaban Saemundur el Sabio, Kálfur Arnason y Haldán Eldjárnsson; y como los tres llegaron al mismo tiempo, supuestamente los tres partirían, también, al mismo tiempo. Semundur afirmó que gustosamente sería el último en irse, lo que dejó a los otros muy aliviados. Se echó entonces encima un capote holgado, pero no pasó sus brazos por las mangas ni lo abrochó.
Una escalera conducía desde la escuela al mundo exterior y, cuando Saemundur estaba por ascender por ella, el diablo lo agarró y le dijo:
-¡Tú eres mío!
Pero Saemundur se desembarazó rápidamente de su capote y escapó a toda velocidad, dejando al diablo con la prenda vacía. En el momento mismo en que salía al mundo exterior, la pesada puerta de hierro se cerró de golpe a sus espaldas y lastimó a Saemundur en los talones. El joven dejo entonces: "Me venía pisando los talones", palabras que se convirtieron en un dicho.
Así, Saemundur se las ingenió para escapar de la Escuela Negra sano y salvo, junto con sus compañeros.


Pero Kálfur Arnason cuenta el episodio de otra manera: cuando Saemundur estaba en el pasillo de salida, un rayo de sol le dio de lleno y proyectó su sombra contra la pared opuesta. Yal estirar el diablo su mano para atraparlo, Saemundur le dijo:
-Yo no soy el último. ¿No ves que alguien me sigue?
Entonces el diablo agarró la sombra, a la que confundió con una persona, y Saemundur escapó, con un golpe de la puerta de hierro en los talones. Pero, desde es momento, nunca más volvió a tener sombra, porque lo que el diablo toma jamás devuelve.

EL BEBE CERDITO...

¿Te gustaría que te cuente la visita de Alicia a la Duquesa? Puedes creerme que fue una visita de lo más importante.

Naturalmente, Alicia empezó por llamar a la puerta: pero no apareció nadie, y tuvo que abrirla ella misma.


La puerta conducía directamente a la cocina. La Duquesa estaba sentada en el centro de la habitación, cuidando al Bebé. El Bebé berreaba. La sopa hervía. La Cocinera estaba removiendo la sopa. El Gato --era un Gato de Cheshire-- sonreía, como lo hacen siempre los gatos de Cheshire. Todas estas cosas estaban ocurriendo en el momento en que Alicia entró.

La Duquesa tiene un sombrero y un vestido muy bonitos ¿verdad? Pero me parece que la cara ya no la tiene tan bonita.

El Bebé --bueno, seguro que has visto varios bebés más guapos que éste; y con mejor genio, también. Sin embargo, fíjate bien en él, ¡y veremos si le reconoces la próxima vez que te reúnas con él!

La Cocinera, bueno, a lo mejor has visto cocineras más simpáticas que ésta, quizá una o dos.

¡Pero estoy casi seguro de que nunca has visto un Gato mejor que éste! ¿A que no? ¿A que te gustaría tener un Gato igualito que éste, con esos
preciosos ojos verdes y esa sonrisa tan dulce?

La Duquesa estuvo muy grosera con Alicia. No es nada extraño. Incluso llamaba «¡Cerdo!» a su propio Bebé. Y no era un Cerdo ¿verdad? La Duquesa ordenó a la Cocinera que le cortara la cabeza a Alicia, aunque naturalmente la Cocinera no le hizo caso; ¡y para terminar le tiró el Bebé a Alicia! Así que Alicia cogió el Bebé y se marchó con él, y a mí me parece que hizo muy bien.

De manera que Alicia echó a andar por el bosque, llevando consigo a aquel niño tan feo. Y buen trabajo que daba aguantarlo en brazos, porque no hacía más que moverse. Pero por fin descubrió cómo sujetarlo bien: había que agarrarlo muy fuerte del pie izquierdo y la oreja derecha.

¡Pero tú no sujetes nunca a un Bebé de esa manera! ¡Son muy pocos los que prefieren ser tratados así!

Bueno, el caso es que el Bebé seguía gruñendo y gruñendo, y Alicia tuvo que decirle, muy seriamente, «Mira, rico, si te vas a convertir en un cerdo, no quiero saber más de ti. ¡Así que te den cuidado!».

Por fin le miró la cara, y ¿qué crees que le había ocurrido? 

«Pero ese no es el Bebé que cuidaba Alicia, ¿no?»

¡Ah, ya sabía yo que no le ibas a reconocer, aunque te dije que te fijaras bien! Sí señor, es el Bebé. ¡Y ahora se ha convertido en un Cerdito!

Entonces Alicia lo puso en el suelo y le dejó trotar hacia el bosque y pensó: «Era un Bebé feísimo; pero como Cerdo resultaba bastante guapo, eso creo yo».

¿No crees que ella tenía razón?


EL FABRICANTE DE ALAS...

El suyo era un oficio bastante extraño para los demás, no así para sus clientes o para su familia, que llevaban ya varias generaciones perfeccionándose en la labor; hasta donde recordaba, todos sus antecesores habían sido constructores de alas, con excepción del tío Mario que tenía una fábrica de agujeros para flautas.
Su labor no era sencilla, las alas son elementos muy delicados y sus portadores no pueden permitirse el lujo de que fallen en pleno vuelo, lo que obliga al artesano a estar atento hasta del más mínimo detalle; bien presente estaba en su memoria lo ocurrido con el tío Anselmo, quien quiso darle una alegría a una libélula que encargó un par de alas que un niño le había roto. El hombre pensó que unos vivos colores harían las delicias del desafortunado insecto y le entregó un par que reflejaba toda la croma del arco iris, parecían metálicas por el brillo y sostenían al coleóptero en vuelo prácticamente sin esfuerzo. Feliz es poco, su cliente estaba maravillado la mañana que se retiró del taller volando en una nube de colores; pero Anselmo nunca pensó que en escasos minutos una enfurecida alguacil entraría reclamando le devuelvan su dinero, entre gritos y gestos elocuentes le hizo entender que sus colores habían atraído la atención de todas las ranas del estanque, que querían devorar tan
apetitoso bocado. Mientras decía esto, dejaba ver las alas rotas donde los batracios habían tenido éxito; tío construyó unas alas normales y se las regaló en medio de un mar de pedidos de disculpas que finalmente su cliente aceptó sabiendo que sus intenciones habían sido las mejores.
Cada tipo de ala tiene su secreto, por ejemplo las destinadas a los ángeles, deben ser tratadas con mucha higiene, pues son de color blanco inmaculado y deben volverse invisibles cuando el ángel desea ocultarse para no ser visto; la abuela Rosita nunca pudo coser con éxito una de ellas, siempre las manchaba y no era su culpa, ella vivía amasando tortas para sus nietos y en sus manos siempre quedaban restos de harina y manteca. Tampoco es cuestión de hacerlas de cualquier tamaño, él mismo cometió una vez el error de hacerlas más grande de lo debido, fue así como un pez volador casi se ahoga por falta de agua al batir sus alas impermeables y tardar un largo rato en volver a su elemento; el pobre estuvo varios meses sin atreverse a asomar su cabeza fuera del mar.
No todo es de cuidar, hay ocasiones en que el artista puede dar rienda suelta a su imaginación, como cuando el cliente es una mariposa; entonces todo es válido. En su familia aún se cuenta que uno de los primeros en el oficio fue quien tuvo la ocurrencia de pintar ojos en las alas. A varias mariposas les pareció una idea estupenda, pues servía para alejar a los intrusos y hasta hoy día siguen encargando pares con el mismo motivo de entonces.
Ojo, no todos los problemas son culpa de los fabricantes, en ocasiones los clientes venden sus alas sin fijarse a quién y surgen arañas o ardillas voladoras, pero que al no ser de su medida, solo pueden planear un poco. También está el caso de los murciélagos, que aprecian tanto sus alas, que duermen colgados para no arrugarlas.
Hoy, un pedido extraño conmovió su alma, un abuelo vino personalmente a encargar un par de alas para su querida nieta, los padres de la niña son pobres y no tienen dinero para el disfraz de la fiesta de fin de años de su colegio, donde la pequeña hace el papel de hada; el viejo entre lágrimas ofreció su anillo de bodas, su bastón y un reloj que no anda como pago. ¿Cómo cobrarle a quien obra con el corazón? Le devolvió los objetos y le pidió que pasase en una semana, las alas estarían listas.
Durante los siete días restantes no tomó encargo alguno y puso todo su amor en la obra, las alas estuvieron listas y envueltas para cuando el hombre vino por ellas.
Ese sábado, entre la muchedumbre del salón de actos, un extraño disfrutó el momento en que una niña de ojos de color de cielo salió a escena y desplegó sus alas enormes que como espejos reflejaban el color de la vida, suaves, tenues y voluptuosas se desplegaron y cuando nadie lo esperaba levantaron con dulzura a su dueña en vuelo, dejándola hacer su rol desde el aire, para finalmente llevarla a los brazos de su abuelo.
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LA SOPA DE PIEDRAS

Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las gentes tenían fama de ser muy tacañas. 
Llegó a casa de unos campesinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de comer y el monje estaba bastante hambriento dijo: 

-Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima. 
Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para hacer una sopa.


Los campesinos comenzaron a reírse del monje. Decían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el monje les dijo: 

-TCómo! No me digan que no han comido nunca una sopa de piedra? Pero si es un plato exquisito! 

-Eso habría que verlo, viejo loco! dijeron los campesinos. 

Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje. Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había delante de la casa y dijo: 

-Me pueden prestar un caldero? Así podré demostrarles que la sopa de piedra es una comida exquisita. 

Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y les preguntó: 

- Les importaría dejarme entrar en su casa para poner la olla al fuego ? 

Los campesinos lo invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba la cocina. 

-TAy, qué lástima! dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca la sopa estaría todavía más rica. 

La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo: 

-Está un poco sosa. Le hace falta sal. 

Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la sopa y comentó: 

-Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chuparían los dedos con esta sopa. 

El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento, que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los ángeles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también una patata y un poco de apio. 

-Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo -le contestó el monje. 

Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó, troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones. 

-Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey. 

-Pues toma ya el chorizo, mendigo loco. 

Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa. La familia de campesinos lo miraba, y el fraile comía la carne y las verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía. No dejó en la olla ni gota de sopa. 

Bueno. Dejó la piedra. O eso creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo guardó en la bolsa. 

-Hermano, -le dijo la campesina- ¿para que te guardas la piedra? 

-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. Dios los guarde, familia!

LA BRUJA COCINERA


Había una gran cabaña de madera en el bosque donde todo el mundo decía que vivía una bruja muy mala, muy mala. Nunca nadie se había atrevido a entrar. Un día mientras recogía hojas para un trabajo de su escuela, un chico se acercó a la cabaña. La curiosidad le llevó a entrar al jardín, y luego se acercó a una de las ventanas de la cabaña, pero no pudo ver nada. Como quería saber lo que había, pensó que no le pasaría nada, y entró en la casa. Parecía que estaba vacía que no había nadie. Pero al fondo divisó una viejecita que removía la cuchara junto al fuego. Se acercó con mucho cuidado, y la tocó en el hombro.
- Buenas tardes, señora.
- Hola muchacho - respondió ella. ¿ No tienes miedo de mi. ?
La pobre anciana estaba muy arrugada y no tenía dientes. El muchacho dijo que no. La anciana se puso muy contenta e invitó al muchacho a merendar. Le contó que de joven había sido un hada buena, pero cuando se había hecho mayor todo el mundo, sin preocuparse en conocer la verdad, creyó que era una bruja, y no podía ir a la ciudad.

Ya se había acostumbrado a vivir sola en aquella cabaña, pero siempre le gustaba pensar que algún día alguien entraría a verla. Y así fue.

Como el muchacho fue tan amable con ella, le dijo que le pidiera un deseo, pues se lo concedería. Y el muchacho de buen corazon viendo a la anciana tan contenta por su visita le pidió que su jardín se convirtiera en un parque infantil para niños.

Y asi fue, todos los niños jugaban allí y la anciana les hacia la merienda, siendo muy muy feliz al saber que la gente ya no le tenía miedo. Y todo el mundo la llamaba cariñosamente la bruja cocinera.


EL BEBE ELEFANTE

Soy el oso hormiguero, y les voy a contar una historia ún
ica. Si les digo que en el zoológico había una excitación y un revuelo poco común, no les miento... a pesar de mi larga nariz.

Nacía el primer día de otoño, mientras las hojas decoraban las calles, transformándolas en mullidos ríos dorados.
El sol asomaba, todavía con un poco de sueño. Mientras se desperezaba, cumplía con su diaria tarea de iluminar la vida.
Y hablando de vida y de iluminar... todos los animales estábamos esperando al nuevo integrante de la familia de los paquidermos.
Justamente HOY era el día de llegada del nuevo pequeñín.
La gente hacía cola para ver al bebé recién nacido. En la entrada del zoológico había largas filas de chicos para votar el nombre que le pondríamos.
Mi jaula, que estaba justo frente al terreno de los elefantes, me permitía observar todo lo que allí ocurría, casi sin perder detalle.

Pasó el tiempo, y Júnior, así lo habíamos llamado al bebé que hoy ya tiene 5 años, veía que era un tanto diferente de sus padres. La trompa no le crecía, su boca era enorme y llena de dientes, arrastraba la panza al caminar y tenía una larga y robusta cola.
- Mamá -, decía el pequeño, - me da la sensación que no me parezco demasiado a ustedes... que soy muy diferente. -

Dos días transcurrieron con la inquietante pregunta de Júnior, hasta que una tarde, cuando la gente ya se había marchado, los orgullosos papás elefantes se sentaron a charlar con su pequeño hijo.
Entonces le explicaron que como mamá no podía tener elefantitos en su panza, habían decidido adoptar un bebé... y tuvieron la suerte de tenerlo a él. Que es un tanto diferente, es cierto... después de todo había salido de la panza de una "cocodrila". Pero a quién podía importarle si tenía orejas grandes o casi invisibles...?
Después de todo y con todo, un hijo es un hijo tal como es, y se lo conoce por el corazón y no por el color o la forma.

"El amor es el único capaz de decidir quién es hijo de quién."

El elefantito con aspecto de cocodrilo, se quedó pensando un buen rato. Luego, miró a sus padres y les dijo:
- Mami, papi,... ahora sí que los quiero mucho más que antes.-
Desde mi jaula, pude entonces ver un nuevo milagro. Mientras Júnior dormía, comenzó a crecerle una pequeña y hermosa trompita. Y que a nadie le quepa duda, que esta transformación era debido al fuerte sentimiento de amor que unía a esta gran familia.

Ustedes se preguntarán como es que yo sé tanto de esto... Bueno, les diré que la familia de este oso hormiguero que les habla, está formada por un papá oso gris y una mamá panda.

El sol comenzó a esconderse dejando que la luna se refleje en el lago de los flamencos rosados... el silencio absorbió el bullicio de la multitud, y el otoño siguió su camino hacia el no tan frío invierno del Jardín zoológico.